Introducción de Thomas Pynchon a Nineteen Eighty-Four



[Por Thomas Pynchon*]

George Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Arthur Blair, nació el 25 de junio de 1903, en Motihari, una pequeña ciudad de Bengala cercana a la frontera del Nepal en pleno distrito productor de opio. Su padre trabajaba allí como agente del Departamento Británico del Opio, no persiguiendo a los cultivadores, sino dedicado a la supervisión del control de calidad del producto, de cuyo monopolio disfrutaba Gran Bretaña desde hacía largo tiempo. Un año después, el joven Eric viajó a Inglaterra con su madre y su hermana, y no regresó a la región hasta 1922 como suboficial de la Policía Imperial India en Birmania. El trabajo estaba bien pagado, pero cuando volvió a casa de permiso en 1927, decidió dejarlo, para disgusto de su padre, porque lo que realmente quería era ser escritor, y eso mismo es lo que llegó a ser. En 1933, con motivo de la publicación de su primer libro, Sin blanca en París y Londres, adoptó el pseudónimo de George Orwell, por el que se le conoció a partir de entonces. Orwell era uno de los varios nombres que había utilizado en sus vagabundeos por Inglaterra, y es posible que se lo sugiriera un río de Suffolk llamado así.

1984 fue el último libro de Orwell. En el momento de su aparición, en 1949, había publicado ya otros doce, entre ellos el alabadísimo y popular Rebelión en la granja. En un artículo escrito en 1946, «Por qué escribo», recordó: «Rebelión en la granja fue el primer libro en que intenté, con absoluta conciencia de lo que estaba haciendo, fusionar en un todo la intención política y artística. Llevo siete años sin escribir una novela, aunque espero redactar una muy pronto. Seguro que será un fracaso, como todos los libros, pero veo con bastante claridad el libro que quiero escribir». Poco después, empezó a trabajar en 1984.

En cierto sentido, esta novela ha sido una víctima del éxito de Rebelión en la granja, que casi todo el mundo se contentó con leer como una evidente alegoría del triste destino de la Revolución Rusa. Desde el instante en que el bigote del Hermano Mayor hace su aparición en el segundo párrafo de 1984, muchos lectores se han limitado a seguir punto por punto la analogía de la obra anterior. Aunque el rostro del Hermano Mayor es evidentemente el de Stalin, igual que el del despreciado hereje del Partido Emmanuel Goldstein es el de Trotski, ni uno ni otro se inspiran en sus modelos con tanta claridad como Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión en la granja. Sin embargo, eso no impidió que el libro se vendiera en Estados Unidos como una especie de tratado anticomunista. Llegó en plena era McCarthy, cuando el comunismo había sido condenado oficialmente como una amenaza monolítica y mundial, y en un momento en el que pararse a distinguir entre Stalin y Trotski parecía tan inútil como que un pastor se dedicase a enseñar a las ovejas los matices que diferencian a unos lobos de otros.

Además, la guerra de Corea (1950-1953) pronto pondría de relieve la supuesta práctica comunista de refuerzo ideológico mediante el «lavado de cerebro», una serie de técnicas teóricamente basadas en la obra de I. P. Pavlov, que había enseñado a unos perros a salivar al oír una señal, igual que los tecnócratas soviéticos estaban condicionando a sus súbditos para que tuviesen reflejos políticos que resultaran de utilidad para el Estado. Se decía que los rusos estaban compartiendo esos métodos con sus títeres, los chinos y los comunistas norcoreanos. A los lectores decididos a interpretar la novela como una simple condena de las atrocidades estalinistas no les sorprendió que Winston Smith, el protagonista de 1984, sufriera, con prolijo y aterrador detalle, algo muy parecido a un lavado de cerebro.

Esa no era exactamente la intención de Orwell. Aunque 1984 haya proporcionado ayuda y consuelo a generaciones de ideólogos anticomunistas con sus propias respuestas pavlovianas, la política de Orwell no solo era de izquierda sino que estaba a la izquierda de la izquierda. En 1937, había ido a España a luchar contra Franco y sus fascistas apoyados por los nazis, y allí había aprendido muy pronto la diferencia entre el verdadero antifascismo y el de pega. «La Guerra Civil española y otros sucesos acaecidos entre 1936 y 1937 —escribió diez años mas tarde— cambiaron las tornas y a partir de entonces supe a qué atenerme. Hasta la última línea que he escrito desde 1936 la ha escrito, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y por el socialismo democrático, tal como lo concibo».

Orwell se tenía por un miembro de la «izquierda disidente» en contraposición a la «izquierda oficial», representada por el Partido Laborista Británico, al que mucho antes de la Segunda Guerra Mundial ya había empezado a considerar potencial, sino realmente, fascista. De manera más o menos consciente, encontró una analogía entre el Laborismo Británico y el Partido Comunista de Stalin; ambos, intuyó, eran movimientos que profesaban la lucha por las clases trabajadoras y contra el capitalismo, pero en realidad su único interés era establecer y perpetuar su propio poder. Las masas servían solo para utilizarlas —por su idealismo, su resentimiento de clase y su disposición a trabajar barato— y para traicionarlas una y otra vez.

Pues bien, aquellos de disposición fascista —o meramente aquellos entre nosotros que siguen estando demasiado dispuestos a justificar cualquier acción del gobierno, sea buena o mala— apuntarán enseguida que es una forma de pensar prebélica y, que en el momento en que las bombas enemigas empiezan a caer sobre el suelo patrio, cambiando el paisaje y causando víctimas entre amigos y vecinos, ese tipo de cosas pasan a ser irrelevantes, si no subversivas. Cuando la patria está en peligro, un liderazgo fuerte y unas medidas eficaces resultan esenciales, y si hay quien quiere llamar a eso fascismo, estupendo, que lo llame como quiera: nadie le prestará la menor atención, porque lo único que quiere escuchar la gente es la señal de «todo despejado» que anuncia el final del ataque aéreo. Pero por descabellado que parezca un argumento —y no digamos una profecía— en plena situación de emergencia, no lo convierte necesariamente en erróneo. Sin duda, podría argüirse que el gobierno de guerra de Churchill se comportó de forma muy parecida a un régimen fascista, censurando las noticias, controlando los precios y los salarios, restringiendo la libertad de movimientos y subordinando las libertades civiles a las necesidades en tiempo de guerra.

La crítica de Orwell a la izquierda oficial inglesa sufrió por fuerza ciertas modificaciones en julio de 1945 cuando a la primera ocasión el electorado británico expulsó, tras una derrota masiva en las urnas, a sus gobernantes en tiempo de guerra y llevó al poder a los laboristas, que seguirían en él hasta 1951 —más de lo que le quedaba a Orwell de vida—, un período en el que el laborismo tuvo por fin su oportunidad de reformar la sociedad británica según los preceptos «socialistas». Orwell, como perpetuo disidente, debió de alegrarse de poder ayudar al partido a enfrentarse a sus contradicciones, sobre todo a las derivadas de su aquiescencia y colaboración en tiempo de guerra con un gobierno conservador represivo. Después de haber disfrutado y ejercido ese poder, ¿qué probabilidades había de que los laboristas no optasen por aumentar su alcance en lugar de ser fieles a los ideales de sus fundadores y volver a luchar en el bando de los oprimidos? Si uno proyecta esas ansias de poder cuatro decenios hacia el futuro, es fácil llegar al Socing, Oceanía y el Hermano Mayor.

Las cartas y los artículos de la época en que estaba trabajando en 1984 dejan ver de manera clara la falta de esperanzas de Orwell respecto al estado del «socialismo» en la posguerra. Lo que, en época de Keir Hardie, había sido una lucha honrosa contra el comportamiento indiscutiblemente criminal del capitalismo con aquellos a quienes explotaba para conseguir beneficios se había convertido, en época de Orwell, en algo vergonzoso e institucional que se compraba y vendía, y cuyo único interés en muchos casos era mantenerse en el poder. Y eso en Inglaterra: en el extranjero, el impulso se había corrompido aún más y de maneras inconcebiblemente más siniestras, que conducían al gulag estalinista y los campos de exterminio nazis.

A Orwell parece haberle irritado especialmente el extendido vasallaje de la izquierda al estalinismo, a pesar de las pruebas abrumadoras de la naturaleza perversa del régimen. «Por razones más bien complejas —escribió en marzo de 1948—, al revisar las primeras galeradas de 1984, casi toda la izquierda inglesa ha llegado a aceptar que el régimen ruso es “socialista”, aunque reconozca calladamente que, en espíritu y en la práctica, nada tiene que ver con lo que se entiende por socialismo en este país. De ahí ha surgido una especie de forma de pensar esquizofrénica, en la que palabras como “democracia” pueden tener dos sentidos irreconciliables, y cosas como los campos de concentración y las deportaciones masivas pueden estar bien y mal al mismo tiempo».

Podemos reconocer en esa «especie de forma de pensar esquizofrénica» la inspiración de uno de los grandes hallazgos de esta novela, que ha pasado a formar parte del lenguaje diario del discurso político: la identificación y el análisis del «doblepiensa». Tal como se describe en Teoría y práctica del Colectivismo Oligárquico de Emmanuel Goldstein, un texto peligrosamente subversivo, prohibido en Oceanía y conocido solo como «el libro», el doblepiensa es una forma de disciplina mental, cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del Partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. Lo cual no es nuevo, claro. Todos lo hacemos. En psicología social hace mucho que se conoce como «disonancia cognitiva». Otros prefieren llamarlo «compartimentalización». Algunos, concretamente Francis Scott Fitzgerald, lo han considerado un rasgo del genio. Para Walt Whitman («¿Que me contradigo? Pues me contradigo») era un síntoma de grandeza capaz de contener multitudes, para el yogui Berra equivalía a llegar a una bifurcación en el camino y tomarla, para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.

La idea parece haber enfrentado a Orwell con su propio dilema, una especie de meta-doblepiensa, y haberle repelido con su ilimitada capacidad de hacer daño, al mismo tiempo que le fascinaba con su promesa de transcender los opuestos, como si se aplicara con fines perversos una forma aberrante de budismo zen, cuyos koanes fuesen los tres eslóganes del Partido, «La guerra es la paz», «La libertad es la esclavitud» y «La ignorancia es la fuerza».

La encarnación perfecta del doblepiensa en la novela es el funcionario del Partido Interior O’Brien, que seduce y traiciona a Winston, lo protege y lo destruye. Cree, con absoluta sinceridad, en el régimen al que sirve, y, sin embargo, puede fingir a la perfección ser un devoto revolucionario comprometido con su derrocamiento. Cree ser una mera célula en el organismo superior del Estado, pero es su individualidad, atractiva y contradictoria, lo que recordamos. Aunque sea un tranquilo y elocuente portavoz del futuro totalitario, O’Brien revela gradualmente una faceta desequilibrada, una falta de conexión con la realidad que mostrará su lado más desagradable durante la reeducación de Winston Smith en el lugar de dolor y desesperanza conocido como el Ministerio del Amor.

El doblepiensa subyace también detrás de los nombres de los superministerios que dirigen los designios de Oceanía: el Ministerio de la Paz promueve la guerra; el Ministerio de la Verdad miente; el Ministerio del Amor tortura y asesina a cualquiera a quien considere una amenaza. Si eso parece irracional y perverso, recuérdese que hoy en día, en Estados Unidos, muy pocos consideran ilógico llamar a un aparato bélico «Departamento de Defensa» o hablar en serio del «Departamento de Justicia», a pesar de las bien documentadas violaciones de los derechos humanos y constitucionales de su brazo más poderoso, el FBI. Se requiere de los supuestamente libres medios de comunicación que ofrezcan una información «equilibrada» en la que cualquier «verdad» se vea inmediatamente neutralizada por otra igual y opuesta. Cada día la opinión pública es el blanco de la historia reescrita, la amnesia oficial y las mentiras más descaradas, a las que se denomina inocentemente «giro», como si fuesen tan inofensivas como dar una vuelta en un tiovivo. Sabemos más de lo que nos cuentan, pero preferimos creer que no es así. Creemos y dudamos al mismo tiempo: es como si tener al menos dos opiniones acerca de casi todo fuese una condición del pensamiento político en un superestado moderno. No hace falta decir que eso resulta de inestimable utilidad para quienes ejercen el poder y tienen intención de ejercerlo siempre.

Aparte de la ambivalencia dentro de la izquierda respecto a las realidades soviéticas, en la posguerra surgieron otras ocasiones de poner en práctica el doblepiensa. En un momento de euforia, el bando vencedor estaba cometiendo, a juicio de Orwell, errores tan fatídicos como los del Tratado de Versalles al final de la Primera Guerra Mundial. A pesar de lo honroso de sus intenciones, el reparto de los despojos entre los antiguos Aliados tenía el potencial de causar un futuro desastre. La intranquilidad de Orwell respecto a la «paz» es, de hecho, uno de los principales subtextos de 1984.

«Lo que en realidad se pretende —escribió Orwell a su editor a finales de 1948, coincidiendo, según todos los indicios, con el comienzo de la revisión de la novela— es debatir las implicaciones de dividir el mundo en “zonas de influencia” (reparé en ello en 1944, después de la Conferencia de Teherán)…».

Por supuesto, los novelistas no son del todo fiables respecto a las fuentes de su inspiración. Pero vale la pena considerar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera cumbre Aliada de la Segunda Guerra Mundial y se celebró a finales de 1943; a ella asistieron Roosevelt, Churchill y Stalin. Una de las cuestiones que debatieron fue cómo dividir la Alemania nazi, después de su derrota, en zonas de ocupación. Cuestión distinta era quién iba a quedarse con qué porción de Polonia. Al imaginar Oceanía, Eurasia y Esteasia, Orwell parece haber aumentado la escala a partir de las conversaciones de Teherán y convertido la ocupación de un país derrotado en la de un mundo derrotado. Aunque China no hubiese sido incluida y en 1948 la Revolución todavía estuviese en marcha, Orwell había vivido en el lejano Oriente y no pasó por alto el peso de Esteasia al idear sus propias zonas de influencia. El pensamiento geopolítico de la época se había dejado cautivar por la idea del «mundo-isla» del geógrafo británico Halford Mackinder —para referirse a Europa, Asia y África consideradas como una única masa de tierra rodeada de agua—, el «pivote de la historia», cuyo centro era la Eurasia de 1984. «Quien gobierne el centro dominará el mundo-isla», como dijo Mackinder, y «Quien gobierne el mundo-isla dominará el mundo», un pronunciamiento que Hitler y otros teóricos de la Realpolitik no habían pasado por alto.

Uno de esos mackinderitas con contactos en los círculos de inteligencia era James Burnham, un ex trotskista estadounidense que, en torno a 1942, había publicado un provocativo análisis de la crisis mundial que se padecía entonces titulado The Managerial Revolution, acerca del que Orwell escribió un largo artículo en 1946. Burnham, en la época, con Inglaterra todavía tambaleándose ante el ataque nazi y las tropas alemanas en las afueras de Moscú, sostenía que ante la inminencia de la conquista de Rusia y el centro global, el futuro sería de Hitler. Más tarde, mientras trabajaba para el servicio secreto estadounidense, con los nazis cada vez más al borde de la derrota, Burnham cambió de opinión en un largo artículo, «Lenin’s Heir», en el que argumentó que, si Estados Unidos no hacía nada por impedirlo, el futuro sería en realidad de Stalin y el sistema soviético, y no de Hitler. A esas alturas, Orwell, que se tomaba a Burnham en serio pero de manera crítica, ya debía de haber reparado en que sus ideas eran un tanto tornadizas, aunque pueden encontrarse trazas de la geopolítica de Burnham en el equilibrio de poder tripartito mundial de 1984; el Japón victorioso de Burnham se convirtió así en Esteasia, Rusia se transformó en el centro que controla la masa de Eurasia, y la alianza angloamericana se metamorfoseó en Oceanía, que es donde está ambientada 1984.

Ese profético agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un único bloque ha resultado ser una anticipación exacta de la resistencia británica a integrarse en la masa euroasiática y de su servidumbre a los intereses yanquis; el dólar, por ejemplo, es la unidad monetaria de Oceanía. Londres sigue siendo el Londres austero de la posguerra. Ya desde el principio, con su fría zambullida en el triste día de abril en que Winston Smith comete un acto decisivo de desobediencia, las texturas de la vida distópica son constantes: las tuberías que no funcionan, los cigarrillos de los que se cae el tabaco, la comida horrible… aunque tal vez eso no supusiera un gran esfuerzo para la imaginación de cualquiera que hubiera vivido el racionamiento en la guerra.

La profecía y la predicción no son la misma cosa y no es bueno que el lector y el escritor las confundan en el caso de Orwell. Hay un juego al que les gusta jugar a algunos críticos, y con el que tal vez valga la pena que nos entretengamos uno o dos minutos: consiste en hacer listas de aquellas cosas en las que Orwell «acertó» y «se equivocó». Si consideramos el momento actual, por ejemplo, repararemos en la popularidad de los helicópteros como recurso para «garantizar la aplicación de la ley», tal como hemos visto en incontables «programas policíacos» televisados en directo, que son en sí mismos una forma de control social, por no hablar de la propia ubicuidad de la televisión. La telepantalla bidireccional guarda un notable parecido con las pantallas planas de plasma conectadas a sistemas interactivos por cable que tenemos en 2003. Las noticias son lo que dicta el gobierno, la vigilancia de los ciudadanos normales ha pasado a ser una función más de la policía, los registros y las detenciones son cosa de risa. Y así sucesivamente. «¡Uf!, el gobierno se ha convertido en el Hermano Mayor, ¡tal como predijo Orwell! ¡Es orwelliano, tío!».

En fin, sí y no. Las predicciones específicas no son más que detalles, después de todo. Lo que tal vez sea más importante y, de hecho, necesario para un verdadero profeta es poder penetrar con más profundidad que la mayoría de nosotros en el alma humana. En 1948, Orwell comprendió que, a pesar de la derrota del Eje, la deriva hacia el fascismo no había desaparecido y que, probablemente, aún no hubiese adoptado su verdadera forma: la corrupción del espíritu y la irresistible adicción humana al poder hacía mucho que eran aspectos bien conocidos del Tercer Reich, la Rusia estalinista e incluso el partido laborista británico, como si fuesen el borrador de un terrible futuro. ¿Qué podría impedir que lo mismo sucediera en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿La vida higiénica?

Por supuesto, lo que ha mejorado sin cesar, de una manera insidiosa, y ha convertido casi en irrelevantes los argumentos humanistas es la tecnología. No debemos dejarnos despistar por lo precario de los medios de vigilancia de la época de Winston Smith. Después de todo, en «nuestro» 1984 el circuito integrado apenas tenía un decenio y era vergonzosamente primitivo si se lo compara con las maravillas de la tecnología informática en 2003, sobre todo internet, un avance que asegura un control social a una escala que esos pintorescos tiranos del siglo XX con sus estúpidos bigotes ni siquiera podían imaginar.

Por otro lado, Orwell no previó acontecimientos tan exóticos como las guerras de religión con las que tanto nos hemos familiarizado y que incluyen diversos tipos de fundamentalismo. El fanatismo religioso, de hecho, está extrañamente ausente de Oceanía, a no ser en la forma de la devoción al Partido. El régimen del Hermano Mayor posee todos los elementos del fascismo —el dictador único y carismático, el control total del comportamiento, la absoluta subordinación de lo individual a lo colectivo— excepto la hostilidad racial, en particular el antisemitismo que constituía un rasgo muy prominente del fascismo tal como lo conocía Orwell. Eso extrañará por fuerza al lector moderno. El único personaje judío en la novela es Emmanuel Goldstein, y tal vez solo porque Leon Trotski, el original en el que se inspira, también lo era. Y no deja de ser una presencia fuera de escena cuya verdadera función en 1984 es la de proporcionar una voz expositora, como autor de Teoría y práctica del Colectivismo Oligárquico.

En los últimos tiempos se ha escrito mucho sobre la actitud de Orwell con los judíos, algunos críticos han llegado incluso a tildarlo de antisemita. Si uno busca referencias claras a ese asunto en sus escritos de la época, encontrará muy poca cosa: la cuestión judía no parecía llamarle demasiado la atención. Lo poco que publicó indica o bien una especie de entumecimiento ante la enormidad de lo que había ocurrido en los campos o un fallo al valorar su verdadero significado. Se intuye una especie de reticencia, como, si con tantas cuestiones de las que preocuparse, Orwell hubiese preferido que el mundo no se viera obligado enfrentarse al inconveniente añadido de tener que pensar demasiado en el Holocausto. La novela puede haber sido incluso su forma de redefinir un mundo en el que el Holocausto no hubiese sucedido.

Lo más parecido que encontramos en 1984 a un momento antisemita es la práctica ritual de los Dos Minutos de Odio descrita muy al principio, y casi como un procedimiento argumental para presentar a Julia y O’Brien, los otros dos personajes principales. Pero la exhibición de anti Goldsteinismo detallada en él con una inmediatez tan insidiosa no llega a generalizarse como algo racial. La estrategia de enfrentar a una raza con otra no parece estar en el cajón de las herramientas del Partido. «Tampoco hay discriminación racial —tal como confirma el propio Emmanuel Goldstein en el libro—. Entre los cargos más altos del Partido hay judíos, negros y sudamericanos de pura sangre india…». Lo más que puede decirse es que Orwell consideraba el antisemitismo «una variante de la grave enfermedad moderna del nacionalismo», y el antisemitismo británico en particular una forma más de estupidez británica. Puede que imaginara que, en la época de la coalescencia tripartita del mundo que había imaginado en 1984, los nacionalismos europeos que conocía hubiesen dejado de existir, tal vez porque las naciones, y por tanto las nacionalidades, hubieran desaparecido absorbidas por identidades más colectivas. Lo cual, si tenemos en cuenta el pesimismo general de la novela, podría parecernos un análisis injustificadamente alegre. Los odios nacionalistas, que Orwell siempre consideró poco más que ridículos, han determinado demasiado la historia a partir de 1945 como para despacharlos tan a la ligera.

Aparte de la inesperada presencia de la tolerancia racial en Oceanía, la estructura de clases resulta también un tanto extraña. Debería ser una sociedad sin clases y no lo es. Se divide en el Partido Interior, el Partido Exterior y los proles. Pero, como la historia está contada desde el punto de vista de Winston Smith, que pertenece al Partido Exterior, apenas se concede más protagonismo a los proles que el que les da el propio régimen. A pesar de la admiración que siente por ellos como fuerza salvadora, y de su fe en su futuro triunfo, Winston Smith no parece conocer a ningún prole: su único contacto personal, y de manera muy indirecta, es con la mujer que canta en el patio detrás de la tienda de antigüedades donde Julia y él han establecido su nido de amor. «La tonadilla llevaba oyéndose semanas por todo Londres. Era una de tantas canciones parecidas publicadas a beneficio de los proles por una subsección del Departamento de Música». Según los estándares poéticos del Partido Interior de Winston, la canción es «tonta» y con unos «ripios espantosos». Sin embargo, Orwell la cita tres veces, casi palabra por palabra. ¿Acaso hay algo más? No es posible estar seguros… A uno le gustaría imaginar que Orwell, un escritor de canciones a quien le gustaba escribir poemas en verso y tenía sentido del ritmo, imaginara una melodía para esa tonada y que, mientras escribía 1984, se dedicara a silbarla y tararearla, tal vez durante días y días, volviendo locos a los que tenía cerca. Sus propias opiniones artísticas no eran las de Winston Smith, un burgués de finales de los años cuarenta proyectado hacia el futuro. A Orwell le gustaba lo que hoy consideramos cultura popular, pues su compromiso, tanto en la música como en la poesía, estaba con el pueblo.

En una reseña, publicada en 1938 en el New Statesman, de una novela de John Galsworthy, Orwell comentó, casi de pasada: «Galsworthy era un mal escritor, aunque algún conflicto interior que aguzaba su sensibilidad estuvo a punto de convertirlo en uno bueno; su descontento se curó y volvió a las andadas. Vale la pena pararse a preguntarse hasta qué punto no le está ocurriendo lo mismo a uno».

A Orwell le hacían gracia esos colegas suyos de la izquierda a los que les aterrorizaba que pudieran tildarlos de burgueses. Pero es posible que entre sus propios miedos estuviera la posibilidad de que, al igual que le había sucedido a Galsworthy, llegara a calmar un día su ira política y acabase convertido en otro apologeta de las cosas tal como son. Podemos decir que esa ira era muy valiosa para él. La había acumulado toda su vida —en Birmania, en París, en Londres, en el camino a Wigan Pier y en España, donde le dispararon e hirieron los fascistas—, había invertido sangre, dolor y arduos esfuerzos en acumular toda esa ira, y sentía tanto apego por ella como cualquier capitalista por su capital. Ese temor a dejarse comprar y volverse demasiado acomodaticio tal vez sea una enfermedad más característica de unos escritores que de otros. Cuando uno escribe para ganarse la vida, sin duda no deja de ser un riesgo, aunque no todos los escritores le pongan pegas. La capacidad de los gobernantes para comprar a los disidentes siempre fue un peligro real y, de hecho, no muy diferente del proceso mediante el cual el Partido, en 1984, se renueva desde abajo eternamente.

Orwell, después de vivir entre los trabajadores y los desempleados pobres durante la gran Depresión de los años treinta, y de aprender su auténtica e imperecedera valía, hizo que Winston Smith tuviera una fe similar en el correlato de los mismos en 1984, y los considerase la única esperanza para librarse del infierno distópico de Oceanía. En el momento más bello de la novela —en el sentido en que definió la belleza Rilke, como el inicio del terror que apenas podemos soportar—, Winston y Julia, creyéndose seguros, miran por la ventana a la mujer que canta en el patio, y Winston experimenta, mientras contempla el cielo, una visión casi mística de los millones que viven bajo él, «gente que no había aprendido a pensar, pero que atesoraba en su corazón, su vientre y sus músculos la fuerza que algún día cambiaría por completo el mundo. ¡Si quedaba alguna esperanza, estaba en los proles!». Es justo un instante antes de que Julia y él sean detenidos y dé comienzo el frío y terrible clímax del libro.

Antes de la guerra, Orwell había tenido ocasión de expresar su desdén por las escenas gráficas de violencia en la novela, sobre todo en la novela detectivesca de quiosco. En 1936, en una reseña de una novela de detectives, cita un pasaje donde se describe una paliza metódica y brutal, que se anticipa extrañamente a las vivencias de Winston Smith en el Ministerio del Amor. ¿Qué ha ocurrido? Uno diría que España y la Segunda Guerra Mundial. Lo que era una «basura repugnante» en una época más aislada se ha convertido, en la posguerra, en parte de la educación política vernácula, y en 1984 se ha institucionalizado en Oceanía. Sin embargo, Orwell no puede, como la mayoría de los escritores de novela negra, permitirse el lujo de separar irreflexivamente la carne y el espíritu de ningún personaje. Lo que escribe a veces es difícil de soportar, como si el propio Orwell estuviera sintiendo en sus carnes cada momento de la ordalía por la que pasa Winston.

Pero en la novela de detectives, los motivos —para el escritor, tanto como para los personajes— suelen ser económicos, y por lo general se trata además de poco dinero. «No es divertido que maten a nadie —escribió una vez Raymond Chandler—, pero a veces lo es que lo maten por tan poco, y que su muerte sea la moneda de lo que llamamos civilización». Lo que ya no es tan divertido es que falten por completo los motivos económicos. Uno puede confiar en un policía que acepta sobornos, pero ¿qué ocurre cuando topas con un fanático de la ley y el orden que no los acepta? El régimen de Oceanía parece inmune a la tentación de la riqueza. Su interés radica en otra cosa, en el ejercicio del poder en sí mismo y en la lucha implacable contra la memoria, el deseo y el lenguaje como vehículos del pensamiento.

Desde el punto de vista totalitario, la memoria es relativamente fácil de controlar. Nunca falta alguna agencia como el Ministerio de la Verdad para negar los recuerdos ajenos y reescribir el pasado. En 2003 se ha generalizado que los empleados gubernamentales cobren más que el resto de la gente para degradar la historia, trivializar la verdad y aniquilar a diario el pasado. Antes, los que no aprendían de la historia tenían que repetirla, pero solo fue así hasta que quienes ejercen el poder encontraron el modo de convencer a todo el mundo, y a sí mismos, de que la historia no había ocurrido, o había ocurrido del modo que más convenía a sus intereses, o mejor aún, que apenas tenía la importancia de un documental en la televisión al que le hemos quitado la voz y que nos proporciona un rato de entretenimiento.

No obstante, controlar el deseo resulta más complicado. Hitler era famoso por sus peculiares gustos sexuales. Y Dios sabe a qué se dedicaba Stalin. Incluso los fascistas tienen necesidades, y sueñan con poder satisfacerlas cuando dispongan de un poder ilimitado. De manera que, aunque estén deseando atacar los perfiles psicosexuales de quienes les amenazan, puede que duden un momento antes de hacerlo. Por supuesto, cuando la maquinaria de su aplicación se deja en manos de los ordenadores, que, al menos tal como están diseñados en la actualidad, no experimentan deseo en ninguna forma que nos resulte atractiva, la cosa es muy diferente. Pero en 1984 eso todavía no ha sucedido. Y como el deseo en sí mismo no siempre se puede eliminar con facilidad, el Partido no tiene otra elección que adoptar, como último objetivo, la abolición del orgasmo.

El hecho de que el deseo sexual, según sus propios términos, es inherentemente subversivo se refleja en la novela por medio de Julia y su modo de vida alegre y carnal. Si estuviésemos solo ante un ensayo político camuflado de novela, probablemente Julia simbolizaría el Principio del Placer, el Sentido Común de la Clase Media o algo por el estilo. Pero, como se trata antes que nada de una novela, su personaje no está del todo bajo el control de Orwell. A los novelistas les gusta permitirse los peores caprichos totalitarios en contra de la libertad de sus personajes. Pero con frecuencia sus planes fracasan porque los personajes siempre se las arreglan para escapar al ojo que todo lo ve durante el tiempo suficiente para pensar y decir cosas que no encontraríamos si lo único importante fuese la trama. Uno de los mayores placeres de leer este libro consiste en asistir a la transformación de la fría y seductora Julia en una joven enamorada, igual que lo que más nos entristece es ver su amor desmantelado y destruido.

En otras manos, la historia de Winston y Julia podría haber degenerado en la consabida bobada de sueños amorosos juveniles similar a las producidas por la máquina de escribir novelas del Ministerio de la Verdad. Julia, que después de todo trabaja en el Departamento de Ficción, probablemente conozca la diferencia entre esas estupideces y la realidad, y gracias a ella la historia de amor de 1984 puede mantener su tono adulto y real, aunque a primera vista parezca seguir la fórmula familiar de a chico le desagrada chica, chico conoce chica, chico y chica se enamoran casi sin darse cuenta, luego se separan y por fin vuelven a encontrarse. Eso es lo que transpira, en cierto sentido. Pero no hay final feliz. La escena cerca ya del final en que Winston y Julia vuelven a verse, después de que el Ministerio del Amor les haya obligado a traicionarse el uno al otro, resulta más descorazonadora que ninguna otra en ninguna novela. Y lo peor es que lo entendemos. Más allá de la lástima y el terror, no nos sorprende más que al propio Winston Smith cómo se han resuelto las cosas. Desde el momento en que abre su ilegal cuaderno de notas en blanco y empieza a escribir, ha sellado su perdición, ha cometido conscientemente un «crimental» y solo le queda esperar a que las autoridades lo detengan. La llegada inesperada de Julia a su vida nunca le parecerá lo bastante milagrosa para creer que el resultado pueda ser otro. En el momento de máximo bienestar, de pie ante la ventana que da al patio, mientras contempla la infinita vastedad de una súbita revelación, lo más esperanzador que se le ocurre decir es «nosotros somos los muertos», una afirmación que la Policía del Pensamiento se encarga de confirmar un segundo después.

El destino de Winston no es ninguna sorpresa, pero quien nos preocupa es Julia. Hasta el último minuto ha creído posible derrotar de algún modo al régimen y ha confiado en que su anarquismo bienhumorado será una defensa ante cualquier acusación posible. «Y no te desanimes —le dice a Winston—. Se me da muy bien seguir con vida». Entiende la diferencia entre confesión y traición. «Pueden obligarte a decir cualquier cosa, lo que sea, pero no obligarte a que lo creas. No se pueden meter en tu cabeza». Pobrecilla. Dan ganas de sujetarla por los hombros y sacudirla. Porque eso es precisamente lo que hacen: se meten en tu cabeza, convierten el alma, lo que consideramos el núcleo inviolable del ser, en algo puramente dudoso. Cuando Winston y Julia abandonan el Ministerio del Amor, los dos han adoptado para siempre la condición del doblepiensa, la antecámara de la aniquilación, ya no están enamorados pero son capaces de odiar y amar al mismo tiempo al Hermano Mayor. No cabe concebir un final más sombrío.

Pero extrañamente no se trata del final. Pasamos la página y nos encontramos con una especie de ensayo crítico, «Principios de nuevalengua», recordamos que en la página 11 se nos dio, en una nota a pie de página, la opción de ir al final del libro y leerlo. Algunos lectores lo hacen y otros no, por lo que hoy podríamos considerarlo un ejemplo primitivo de hipertexto. En 1948, esa última parte incomodó lo suficiente al Club Americano del Libro del Mes para que exigieran su eliminación, junto con la de las citas del libro de Emmanuel Goldstein, como condición para que la obra fuese aceptada por el Club. Pese a que se arriesgaba a perder 40 000 libras en las ventas americanas, Orwell se negó a hacer los cambios y le escribió a su agente: «Un libro está construido como una estructura equilibrada y no pueden eliminarse fragmentos aquí y allá, a no ser que uno esté dispuesto a rehacerlo por completo […] En realidad, no puedo permitir que desfiguren mi obra más allá de cierto punto, y dudo incluso de que compense a largo plazo». Tres semanas más tarde, el club cedió, pero la cuestión sigue ahí: ¿por qué concluir una novela tan apasionada, violenta y sombría como esta con lo que parece un apéndice erudito?

La respuesta puede estar en la simple gramática. Desde su primera frase, «Principios de nuevalengua» está escrito en pasado, como para dar a entender que es posterior a 1984 y está escrito en un momento en que la nuevalengua se ha convertido literalmente en parte del pasado, como si, en cierto sentido, el autor anónimo de esta obra gozara de la libertad de analizar, de manera crítica y objetiva, el sistema político del que la nuevalengua fue, en su época, la esencia. Además, el ensayo está escrito en nuestro inglés prenuevalengua. Se suponía que la nuevalengua se habría generalizado en torno a 2050 y, sin embargo, da la impresión de que no duró tanto y de que ni siquiera llegó a triunfar, de que las antiguas formas de pensamiento humanista inherentes al inglés común han persistido, sobrevivido y prevalecido, y de que tal vez incluso el orden social y moral del que fue portavoz haya sido restablecido de algún modo.

En su artículo de 1946 «James Burnham and the Managerial Revolution», Orwell escribió: «El vasto, eterno e invencible imperio con el que parece soñar Burnham nunca llegará a establecerse, o, en caso de que lo consiga, no perdurará, porque la esclavitud ha dejado de ser una base estable para la sociedad humana». Con sus insinuaciones de restauración y redención, tal vez «Principios de nuevalengua» sea un modo de iluminar un final desolado y pesimista y de devolvernos a las calles de nuestra propia distopía al son de una melodía ligeramente más feliz que la que habría sugerido el final de la novela.


Hay una fotografía, tomada en Islington en torno a 1946, de Orwell con su hijo adoptivo, Richard Horatio Blair. El niño, que en esa época debía de rondar los dos años, sonríe sin disimulo. Orwell le sujeta cariñosamente con las dos manos, sonriendo también, contento aunque no tan confiado —como si hubiese descubierto algo más valioso que la ira—, con la cabeza ligeramente ladeada y una mirada precavida que podría recordar a los cinéfilos a uno de esos personajes interpretados por Robert Duvall que han vivido lo suyo y han visto más de lo que uno querría ver. Winston Smith «creía haber nacido en 1944 o 1945…», Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil pensar que Orwell, en 1984, estuviera imaginando un futuro para la generación de su hijo, un mundo del que deseaba prevenirles. Le impacientaban las predicciones de lo inevitable, seguía confiando en la capacidad de la gente normal para cambiar cualquier cosa si querían. En cualquier caso, lo que llama más nuestra atención es la sonrisa del niño, directa y radiante, basada en la fe indubitable de que, al fin y al cabo, el mundo es bueno y la decencia humana, como el amor paterno, puede darse siempre por descontada… una fe tan noble que casi podemos imaginar a Orwell, y tal vez incluso a nosotros mismos, aunque sea por un momento, jurando hacer cualquier cosa con tal de impedir que sea traicionada.

THOMAS PYNCHON

[* Introducción de Thomas Pynchon a la edición de 1984, de George Orwell, publicada por Fiftieth Anniversary Plume (Penguin)]

Comentarios

Entradas más populares de este blog

1984: Control social, dictadura, realidad y violencia

1984: Conclusiones

Los hechos históricos que inspiraron la famosa novela "1984" de George Orwell

Por qué escribo. George Orwell

5 predicciones del libro '1984' que se hicieron realidad